Padre venezolano pide que lo ayuden a sacar el cuerpo de su hijo de la selva del Darién

Versión Final– Caracas, 28 de octubre de 2024–. Ronald preparó junto a su hijo de tres años el último viaje de su vida. Quería reencontrarse con su esposa Ana quien vivía desde hace un año en Estados Unidos. Pero el anhelo quedó junto a su cuerpo, porque este hombre, de apenas 30 años, murió en medio de la espesa y peligrosa selva del Darién, el pasado 22 de septiembre de 2024, revela un reportaje escrito por El Pitazo.

Una semana antes, el 15 de septiembre, se despidió de su padre, de su madre, de su hermana y de su casa en Carora, estado Lara. Se montó en un autobús que lo llevó hasta Maracaibo, estado Zulia, e inició por Maicao, Colombia, la primera parada de su viaje. En el departamento de la Guajira del país vecino vivían Daniel y Sofía de 21 años, hermano y sobrina de su esposa Ana, quienes los acompañarían en el viaje que habían programado.

«Ellos habían acordado hacerlo así por la falta de recursos», explica Romer Quintero, padre de Ronald, con la voz quebrada. «Ana tiene nacionalidad colombiana y usó ese recurso para llegar a México y de allí a Estados Unidos. Ronald esperó dos años por el parole humanitario, pero nunca recibió respuesta», narra el hombre. Finalmente, su hijo optó por la peligrosa ruta del Darién, con la ilusión de reunirse con su esposa y la madre de su hijo, con quien había compartido cuatro años de relación.

Un mensaje desde la selva

Desde Maicao salieron los tres adultos y el hijo de Ronald. Junto a ellos iban los llamados coyotes, que son una especie de guías ilegales que los llevaron desde una zona costera de Necoclí, en el departamento de Antioquia, y con quienes abordaron una embarcación hacia la selva del Darién, el peligroso paso que conecta Colombia con Panamá.

El 19 de septiembre, ya en el Darién, Ronald llamó a su padre por WhatsApp: «Papá, ya estoy aquí». Esa noche acamparon en la selva y se prepararon para reanudar la marcha al amanecer, a las 6.00 de la mañana.

Al día siguiente, el viernes 20 de septiembre, bajo el implacable sol del mediodía y ya con escasa señal en su teléfono celular, Ronald volvió a comunicarse con sus padres. «Nos dijo que estaba bien, que estaban en medio de la jungla y nos puso a hablar con mi nieto», recuerda Romer, sin saber que esa sería la última conversación con su único hijo varón.

Con su hijo a cuestas, Ronald avanzó entre la espesura de la selva. En algún momento, se encontró con otro migrante, Rafael, quien también cargaba a su hijo en la espalda. «¿Tú también has cargado a tu hijo todo el camino?», le preguntó Ronald. «Sí, no ha caminado nada», respondió el hombre. Hablaron brevemente antes de que Ronald se adelantara. Le cuentan testigos a Romer.

La fila de migrantes comenzó a subir una pequeña montaña cuando, de pronto, el ambiente se enrareció: Ronald se había desplomado. Rafael, el migrante con el que se había encontrado antes, al reconocerlo, bajó a su propio hijo y, arrodillado, intentó reanimarlo con los pocos conocimientos de primeros auxilios que tenía.

Golpeó su pecho, sus manos, sus pies, pero Ronald no reaccionaba. Una espuma blanquecina brotó de su boca, y sus pupilas se ocultaron detrás de sus párpados abiertos. «¡Ronald!, ¡Ronald!», lo llamaba su compañero. «¡No vas a dejar solo a tu hijo!», repetía desesperado. Frente a su niño de tres años, el corazón de Ronald se detuvo.

Esta escena es la que Rafael narra a través de un audio de WhastApp que le envió a Romer, en donde le cuenta los últimos momentos de vida de su hijo.

Pasaron 10 minutos y había que tomar una decisión. Fue entonces cuando Sofía y Daniel, sobrina y hermana de Ana, tomaron al niño, se lo llevaron y dejaron el cuerpo sin vida de Ronald sobre una piedra, en medio de la selva.

Fue entonces cuando, el 23 de septiembre, Romer recibió una llamada que lo marcó para siempre. Daniel, el hermano de Ana, le informó de la muerte de su hijo. «Fue un paro cardíaco», le dijo.

Quedó en shock, comenta, y el dolor se agravó con la noticia de que el cuerpo de Ronald había quedado abandonado en la selva a un día y medio de una aldea llamada Bajo Chiquito, en el lado panameño, donde la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) tiene su primer campamento de atención.

En una conversación posterior, Rafael, el hombre que lo había intentado revivir, descartó que fuera un infarto: «No se agarró el pecho, solo se desplomó», relató. Ronald, era un hombre robusto, «era un toro», describió.

Tampoco había indicios de una enfermedad. En una entrevista con El Pitazo, el 2 de octubre, Romer lo recordó como un hombre trabajador, dedicado a la herrería para mantener a su familia. «Ni siquiera bebía», añadió, sin encontrar una explicación de la muerte de su hijo.

Los migrantes que pasaron después confirmaron que el cuerpo seguía allí, cada vez más descompuesto. Muchos arrojaron colchonetas y ropa sobre él para minimizar el hedor. «Ya se le ve el hueso del pie», contó el 22 de octubre su prima, Iverna Pérez, quien desde Canadá ha recibido testimonios de los migrantes tras intentar sin éxito recuperar el cuerpo.

Clamor de auxilio

Tras la muerte de Ronald, Romer viajó a Colombia en busca de ayuda para recuperar el cuerpo de su hijo. Sin recursos, recurrió a organizaciones no gubernamentales, pero le explicaron que el cadáver estaba del lado panameño, fuera de su jurisdicción.

Acudió entonces a la Cruz Roja Internacional y a ACNUR, quienes documentaron el caso y le pidieron paciencia. Sin visa, Romer no pudo cruzar a Panamá y regresó a Carora para acompañar en el duelo a su familia.

Días después, recibió una llamada de la Cruz Roja, solicitando autorización de una mujer para gestionar la recuperación del cuerpo. Sin embargo, los permisos legales de las autoridades panameñas han sido un obstáculo. Iverna Pérez, la prima de Ronald, ha contactado incansablemente a la Cruz Roja y ACNUR, pero ambas instituciones se han declarado incompetentes para intervenir.

«Nos refirieron a la Procuraduría de Panamá, pero nos dicen que no han encontrado el cuerpo», señaló Pérez, frustrada, pues tiene mapas elaborados por migrantes que indican su ubicación.

«Provoca ir hasta allá, tomarlos de la mano y llevarlos al lugar», expresó con impotencia. La desesperación es grande. Romer, el padre de Ronald clama por ayuda: «No quiero dejar a mi hijo en ese sitio. Necesito traerlo para darle paz a este dolor que tenemos su madre, su hermana y toda la familia».

Pese a la tragedia, su nieto continuó el viaje y está a salvo, bien cuidado por su prima Sofía y su tío Daniel y en constante comunicación con el abuelo Romer. Sin embargo, los trámites legales han impedido su reencuentro con Ana, la madre del niño, quien sigue en Estados Unidos.

Así como Ronald, son miles las familias que atraviesan el peligroso Tapón del Darién, y que se suman a la cifra de migrantes venezolanos que buscan mejoras ante la crisis económica y política de Venezuela.

Entre los años 2022 y 2023, la cifra de migrantes que atravesó esta frontera ilegal aumentó 110 %, pasando de 248.284 personas a 520.085, según la página web de la Defensoría del Pueblo de Colombia. «Todos susceptibles a la condición de refugio y con necesidad de protección internacional». La mayoría son venezolanos.

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